Paisaje. Tiempo de Pasión

Desde la ventanilla del vagón, el paisaje parece mudo, con su sucesión de edificios y antenas, naves industriales y después casitas bajas que anuncian que salimos de la ciudad y nos adentramos en las zonas rurales y de montaña. 

El campo está florido. Es primavera y una explosión de color inunda los campos de amarillo, morado, azul y el rojo de las amapolas que salpican antiguos campos de trigo a los pies de los almendros.

El tren se detiene. Por una ventana abierta se oye, con estruendo, el piar de los pájaros antes de recogerse. Debe ser tiempo de cría. A lo lejos, mezclado con el crepúsculo, se oye un sonido de tambores y cornetas. Se rompe el silencio. 

Aspiro profundamente la mezcla de perfumes que me llega desde esta zona de campo, a medio camino entre Cartagena y Murcia, antes de atravesar la serranía. Y el olfato me lleva a algún momento de mi infancia, en el que mis ojos divisan, tras una sucesión de capirotes, un Cristo crucificado y una madre doliente que llora la pérdida de su único hijo. Me impresiona la imagen como lo hacía en mi infancia. No es necesario entenderlo para sentirlo. 

Este viaje sensorial se ha mezclado con el viaje físico. Es la grandeza del paisaje. Y me hace pensar en las fechas que se celebran estos días: la Semana Santa cristiana, otro de los rituales presentes en esta zona que recuerdan la continuidad de la vida – muerte – vida.

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La Semana Santa empieza al término de la Cuaresma, tiempo que sigue al Carnaval, que fue la última entrada a nuestro Blog llamado “Paisaje”. 

Si el Carnaval era música, fiesta, ruido, baile y risa, la Cuaresma supone lo contrario: recogimiento, reflexión, silencio, ayuno y desierto. En el calendario cristiano, tiene una duración de 40 días e incluye diversas formas de abstinencia, desde algunos alimentos limitados en determinados días (ayuno o vigilia ahora en desaparición) hasta ayunos simbólicos de abstenerse de hablar mal de otras personas, albergar odio o pesadumbre.

Este periodo de abstinencia y depuración del cuerpo (y del alma) al que aboca la Cuaresma, tiene de alguna manera su reflejo en el paisaje agrícola de la Huerta de Murcia, un territorio surcado de canales de riego heredados de época árabe. La red de acequias y azarbes, de brazales que aprovisionan de agua a los cultivos, siempre estuvieron en su mayoría directamente labrados en el propio terreno, abiertos en canal al despejado cielo levantino; en las últimas décadas han ido ganando terreno los tramos cimbrados o entubados… y gran parte del sistema venoso con que se irriga la huerta, como un patrimonio del que hubiera que avergonzarse, termina oculto a la mirada del viajero. Pero ahí sigue, y en uso… y así debe seguir, en perfecto funcionamiento, para que no quede sin abastecimiento ni un solo huerto de los muchos que aún verdean en esa llanura antropizada sobre la que han crecido los pueblos, las alquerías y en su centro, la gran urbe. 

En Murcia se hereda la tierra y el derecho a regar, un precepto milenario que también obliga al mantenimiento de la red. Y por eso, una vez al año y precisamente en marzo, el sistema circulatorio huertano se detiene. Es como una abstinencia cuaresmal de agua en unos canales que se dejan completamente secos para llevar a cabo lo que por aquí se viene a llamar la monda. Se trata de la limpieza anual de estos cauces y sirve para retirar de ellos inmundicias y acumulaciones de barro, reforzar sus costones y dejar paso franco al agua cuando de nuevo los inunde… Es, en definitiva, la depuración de la red que da vida a la Huerta, para que pueda renacer cada primavera. 

Igual que se ciegan las acequias y se vacían sus aguas, la Cuaresma nos invita a detener el tiempo y la Semana Santa es el punto final de ese detenimiento, del que después brotará otra vez la vida, como proclama el mensaje cristiano por excelencia, según el cual la Resurrección es la vida que vence a la muerte. Y para que así se pueda entender, este es un tiempo lleno de símbolos, hoy no tan visibles como antaño, pero que aún perviven en el recuerdo de las personas mayores que así los cuentan. 

Como se ha dicho, las normas de ayuno alimentario han desaparecido del calendario oficial católico, pero fueron siglos de estricto cumplimiento que dieron origen a una gastronomía propia de este tiempo. De la carencia surgieron exquisitas combinaciones sin carne, como los potajes, buñuelos y pelotas de bacalao desalado. Incluso, nuestra típica mona con huevo, ofrecía esa combinación de dulce y proteína animal para compensar la carestía en otros ámbitos. Y, cómo no recordar, otra expresión que no se encontrará en otras zonas del país en estos días: el caramelo nazareno, de tamaño y forma variable, pero siempre dulce hasta el extremo, repartido por cofrades en determinadas procesiones, pero no en todas, pues es un símbolo festivo que sólo se puede usar en los momentos del ciclo que pueden invitar a cierta celebración, pero nunca en otros, de estricta observación del luto.

Hasta el último tercio del siglo pasado, los días cumbre de la Semana Santa estaban marcados por el color negro. Luto de corbatas, velos y mantillas en los atuendos, y luto también en los altares desnudos de las iglesias, cubiertas sus esculturas y retablos con telas moradas hasta la Vigilia Pascual del sábado.

Y silencio. Silencio de campanas, sustituidas en las torres por vetustas matracas; el lúgubre sonido de este artilugio de madera se acababa imponiendo al momentáneo repique que se realizaba durante el canto del Gloria de los Oficios de Jueves Santo, así como al contrario, durante el Gloria de la Misa de Pascua, era la matraca la que enmudecía hasta el año siguiente, mientras las campanas se lanzaban al vuelo en señal de júbilo… y se retiraban entonces las veladuras de imágenes y tabernáculos. Y los templos se hacían de nuevo luz, como la misma luz de Cristo Resucitado resplandece para el mundo cristiano.

En Beniaján y en muchos pueblos de la huerta, las señales de duelo quedaban superadas también fuera de la iglesia, con gestos tan apegados a lo cotidiano como reponer los badajos a las esquilas de las vacas tras una cuaresma de mudez obligada hasta para los cencerros.

Otra costumbre local olvidada era la de arrojar a la calle, por ventanas y puertas, tiestos y platos partidos, cacharros y botijos preñados de azulete. Se hacían añicos contra el suelo de unas calles alborotadas donde también quedaba roto el silencio. La noche del sábado era además de cortejo, de secreto agasajo en la fachada de la pretendida muchacha, amaneciendo repleta de ramos y macetas sisadas al vecindario por el mozo casadero. Y Beniaján entero se acicalaba como una dama revestida de mantones y enramadas, entre cientos de floretas y el papelillo multicolor de artísticas carrozas, preparando la llegada de la Batalla de Flores del Lunes de Pascua. Un nuevo tiempo de júbilo y de exaltación de la abundancia, ensalzando la fecundidad de la tierra y del paisaje que nos abraza.


Aurora Lema y Gabriel Nicolás
Técnicos de Interculturalidad y Desarrollo Comunitario
Proyecto PERIFERIA-S (Fundación Cepaim)

Paisaje. Martes de Carnaval

Es Martes de Carnaval y se cierra el primer ciclo festivo del año, el que recibe este mismo nombre y comenzó con San Antón. Las fiestas de este periodo son las fiestas de la luz: San Antón, La Candelaria, San Blas y, por fin, el Carnaval, que pone el punto álgido a estas fiestas que celebran el triunfo de la luz sobre la oscuridad, iniciado en el solsticio de invierno, o sea, en la Navidad. 

Carnaval pone el broche de oro a este ciclo de fiestas de la luz, llevando a la población a la diversión extrema, sin muchos miramientos, diciéndonos: “déjate llevar”. No en vano, cuando acabe este martes empezará el ciclo por excelencia de recogimiento, prudencia y contención en el calendario cristiano: la Cuaresma, que, por tanto, supondrá el reverso de todo lo vivido en los días del Carnaval. 

Puede que esta característica de dualidad que representa el Carnaval, de lo excesivo frente a la prudencia, sea una de las razones de su éxito a lo largo del tiempo. Los seres humanos y la vida en general, nos movemos constantemente en una disputa entre la vida y la muerte, entre el principio y el fin, entre lo que comienza y lo que se acaba. Y, a la vez, sabemos que todo es un continuo, y que no hay noche sin día, ni comienzo sin final y que ambas partes se necesitan y retroalimentan. Esta ciclicidad de la vida es bien recogida por las fiestas carnavalescas, por lo que conecta con una forma ancestral de entender el mundo.  

El Carnaval es una fiesta que viene de muy antiguo. Algunas corrientes sostienen que su origen estaría en fiestas paganas anteriores al cristianismo e incluso en culturas previas a Grecia y Roma, como la cultura Sumeria (Mesopotamia) y el Antiguo Egipto, por tanto podría pensarse que nace en torno al Mediterráneo Sur – Oriental. Pero también hay quien va más allá y conecta estas fiestas con los rituales en honor a algunas deidades en India. 

En cualquier caso, fue popularizada en todo el Imperio Romano, que, como se sabe, en su punto máximo de expansión, estaba extendido por todo el Mediterráneo, tanto al Norte, como al Sur de este mar que tanto nos une, y, a veces, tanto nos separa…

A su vez, cuando Europa se extiende por el mundo con las colonizaciones, lleva consigo una pesada carga de explotación económica, esclavitud, enfermedades y muerte; pero también llevan idioma, cultura, creencias y, por supuesto, fiestas. 

En América, se observa que el Antiguo Carnaval europeo conecta bien con tradiciones prehispánicas y con cantos y fiestas venidas del África subsahariana, portadas por las personas secuestradas y esclavizadas en las costas africanas. Probablemente, resida en esta conexión el éxito del Carnaval en toda América, pero sobre todo en el Sur, siendo el Carnaval de Río de Janeiro, en Brasil, el mayor de todo el mundo; y el de Montevideo, en Uruguay, el más largo, con 40 días de celebraciones. 

Máscaras de Carnaval en Beniaján, a mediados de siglo XX.
Fuente: Taller de Historia de Beniaján

En todos los lugares donde se celebra, el Carnaval se caracteriza por algunos elementos clave: el disfraz, el ruido y la sátira. Es decir, con la posibilidad de transitar por otras identidades (disfraz) y decir en voz alta lo que normalmente callamos (ruido y sátira), sin que nada de ello tenga consecuencias excesivamente negativas, pues en esos días todo está permitido. Es, por tanto, una fiesta que invita a la liberación y a no juzgar, ni prejuzgar, a nadie. 

Por tanto, el Carnaval es la fiesta por excelencia de la transgresión y, como tal, no ha estado muy bien visto por ideologías autoritarias que lo han perseguido e intentado censurar y eliminar. De esto tienen memoria algunas personas de Beniaján, que recuerdan cómo en el Franquismo, a pesar de las prohibiciones, los vecinos más carnavaleros seguían poniéndose sus máscaras, aunque fuera a costa de correr y esconderse para eludir una noche en el cuartelillo. 

Aquéllas “máscaras” eran la versión más antigua del Carnaval en nuestro pueblo. Se hacían con lo que había por casa: sacos de arpillera, trozos de cortina, alguna puntilla sin uso, serrín para el relleno, un poco de paja del granero, papel de estraza para hacer un antifaz y algún sombrero o cucurucho en la cabeza… La idea era que no te reconocieran cuando te acercabas a alguien con un espolsador en la mano para asestarle un golpe o gastarle una broma a otro vecino o vecina, que (hay que decirlo), no siempre era recibida de buen grado, pero sí que era motivo seguro de comentario y chascarrillo.

No se organizaban desfiles, ni había una hora clave de salir a ver los disfraces más llamativos, los cuales se guardaban para el baile de Piñata, sino que era una fiesta, casi un ritual, que se urdía casi en secreto, en grupos (sobre todo de hombres), vecinos, amigos, compañeros, que salían a hacer ruido el Martes de Carnaval. 

Sobrevivió la fiesta a la Dictadura, como antes había sobrevivido a muchos intentos de acabar con ella.Y durante la Democracia fue creciendo, haciéndose cada vez más grande, con el impulso de asociaciones vecinales que eclosionaron, finalmente, en la Asociación Pro Carnaval de Beniaján, creada en 1987 y en torno a la cual se aglutinan actualmente 14 comparsas adultas y 19 infantiles: unos 850 carnavaleros y carnavaleras de todas las edades. Esta asociación, en colaboración con la Junta Vecinal y el apoyo de comercios e instituciones, organiza cada año numerosas actividades y vistosos desfiles, destacando el del domingo de Carnaval que, este año, como sabemos, no tendrán lugar por la delicada situación sanitaria que estamos viviendo a nivel mundial. Sí han organizado un original concurso de disfraces para muñecas, por aquello de mantener viva la ilusión.

Mas algo tan fuerte, tan antiguo, tan nuestro y tan querido como el Carnaval, no puede pasar desapercibido estos días. No nos olvidamos que el año pasado estábamos bailando, haciendo chirigotas y burlas y que sabemos que pronto podremos hacerlo otra vez, solo es cuestión de paciencia. Porque es la fiesta que nos permite ser otros y otras, que nos deja hablar, que expresa nuestra alegría y ganas de vivir, todas las que estamos poniendo para que todo vuelva a ser posible. 


Aurora Lema
Técnica de Interculturalidad y Desarrollo Comunitario
Proyecto PERIFERIA-S (Fundación Cepaim)

Paisaje. San Antón, arranque del calendario festivo

Un dicho popular de la Huerta de Murcia anuncia:

“De los santos de enero, San Sebastián es el primero…

¡Detente, varón, que el primero es San Antón!

¡Detente, necio, que el primero es San Fulgencio!»

La disputa es cosa de días, pues el santoral cristiano dedica a San Fulgencio el 16 de enero, a San Antón el 17 y a San Sebastián el 20. Apreturas de calendario concentradas en un refrán que no hace sino manifestar la popularidad que tradicionalmente han tenido los tres en el ciclo festivo de pueblos y ciudades de nuestra región. Fulgencio fue un obispo cartagenero del siglo VI que hoy se venera como patrón de la Diócesis. Antón (o Antonio el Abad), longevo monje iniciador del movimiento eremítico en Egipto allá por el siglo IV, protector de animales y ganaderos. Y Sebastián, un soldado romano martirizado en el siglo III, abogado contra la peste.

En nuestra mirada al paisaje festivo del territorio inmediato a La Estación, dejaremos a un lado las conmemoraciones del patronazgo diocesano, centradas sobre todo en las ciudades de Cartagena y Murcia. También a San Sebastián, al que se celebra desde tiempo inmemorial y en no pocos pueblos, como Ricote o Cehegín, en agradecimiento a su milagrosa intercesión frente a alguna epidemia… ¡quién sabe si andará ahora en lucha divina contra la Covid-19!

Nos queremos detener en San Antón, pues en torno a su fiesta confluyen una serie de manifestaciones que nos remiten a oficios y formas de vida que tuvieron mucha presencia en este territorio durante siglos. Por un lado, la de bendecir a los animales, al igual que los panes o rollos elaborados ex profeso para ser luego repartidos entre la concurrencia; se trata de ceremoniales cristianizados que hunden sus raíces en las lustratio de la Antigua Grecia y Roma, humanizando por un día a las bestias, permitiéndoles el descanso feriado, procesionando y accediendo engalanados a recintos sagrados… hasta dándoles de comer pan bendito. Hoy se bendicen fundamentalmente mascotas, pero a poco que echemos la vista atrás, apenas unas décadas, ¡cómo no se iba a poner bajo protección divina al animal que tiraba del carro y de la economía de una familia! Que se tuviera un buen o un mal año podía depender de que se encontraran sanos y fuertes el pollino o los bueyes con que se araba la tierra; de que fuera generosa la producción de la vaca que se cuidaba en el establo; o de que salieran adelante las piaras que se criaban en muchas de las casas de la huerta. No está de más recordar que la carne de un solo cerdo, del que se aprovecha absolutamente todo, procuraba alimento durante un año a toda una familia y la perdición podía ser completa de caer el animal enfermo.

Relevante es la vinculación de San Antón con el cerdo precisamente, figurando a los pies del santo en su iconografía. Este simpático acompañamiento parece ser un añadido medieval, siguiendo en este caso una tradición con reminiscencias celtas y del norte de Europa; se trata de la costumbre de engordar un gorrino de forma colectiva para repartir luego la carne del animal entre las personas más necesitadas de la comunidad que lo había criado. Esta práctica fue especialmente popularizada por los frailes antonianos, la orden hospitalaria que entre los siglos XI y XVIII, bajo el patronazgo de San Antón, se dedicó al cuidado de enfermos y desfavorecidos. La onomástica del santo se inserta de pleno en el tiempo de las matanzas porcinas, un periodo circunscrito sobre todo a la Navidad pero que arranca ya en noviembre, con aquello de que “a cada cerdo le llega su San Martín”, y se alarga hasta las primeras semanas del año si seguimos atendiendo al refranero, pues “hasta San Antón Pascuas son”. Estamos en unas fechas, por tanto, que suponen el inicio y el fin de un ciclo anual por el que se engorda y se sacrifica al cerdo para alimentarnos de él, exaltando con ello una forma de vida cristiana que tiempo atrás alejaba toda sospecha del dedo inquisidor en aquella España que no toleraba otro tipo de creencia que no fuera la impuesta. La fiesta nos fue abocando, en fin, a la bendición de los animales en general y a la santificación del cerdo en particular… pero también a la muestra pública de que nos lo comemos.

Merendona en Beniaján, año 1927.
Fuente: Taller de Historia de Beniaján

Fiesta de corros, de pastores y de monte

A todos estos componentes faltaría sumar el que condiciona el lugar donde se desarrollan las celebraciones sanantoneras, normalmente de carácter campestre y casi siempre alejadas de núcleos urbanos… quién sabe si por inspiración de la vida anacoreta que llevó el propio monje festejado. En nuestro caso, hemos de hablar de San Antón contemplando la sucesión de montañas que se recortan de este a oeste sobre el cielo brumoso del invierno levantino, de sierra de Escalona hasta Carrascoy, separando el Valle del Segura del Campo de Cartagena. Precisamente en esos montes reposan los vestigios de los primeros pobladores de este rincón del mundo, asentamientos de civilizaciones que se han ido sucediendo a lo largo de cuatro milenios, que fueron habitando esas mismas montañas y trazando algunos de los caminos que hoy seguimos transitando.

Una de esas rutas ancestrales discurre a media ladera y es la que desde el siglo XIII se empezó a regular como parte de una red viaria tan extensa como esencial en la economía del naciente reino castellano: la conformada por las vías pecuarias que utilizaban los pastores para la trashumancia estacional de los ganados. Justo ahí, diluida en un urbanismo asfixiante que no siempre ha tenido en cuenta la protección legal de la que aún hoy gozan estas “autopistas ganaderas” como corredores ecológicos y naturales, faldea uno de esos itinerarios. Durante siglos y hasta el definitivo decaimiento de la actividad en el XIX, por él deambularon rebaños entre la Serranía de Cuenca y la Vega Baja del Segura. Y no solo rebaños: también sus pastores, nómadas propagadores de historias, de acentos y de costumbres.

Nuestra cañada real, llamada de los Valencianos, se amojonó entre exiguos pero estratégicos manantiales, atravesando vaguadas y ramblizos, lugares capaces de ofrecer agua y pasto para los animales… pero también cobijo a los pastores. Todavía se abren las bocas oscuras de algunas de aquellas cuevas que se fueron labrando como refugio en las escarpaduras que la jalonan, aprovechadas después y hasta hace poco menos de 50 años como viviendas por familias humildes que recalaron en ellas. Barriadas como El Palmeral en Sangonera la Verde, San José de la Montaña en El Palmar, Los Almendros en La Alberca o El Bojar en Beniaján, surgieron precisamente para sacar a esas familias de las inmediatas cuevas en las que malvivían.

El caso es que en torno al 17 de enero, siempre fue costumbre entre las gentes de los pueblos encaramados a esta serranía el apoderarse del monte para convertirlo en lugar de encuentro y de fiesta. Sin duda subyace la herencia de una devoción a San Antón recibida del pasado pastoril que transitó por la vía pecuaria. Y a ello ha de sumarse el poder de convocatoria de las ermitas que siempre ha habido en sus inmediaciones, alguna dedicada directamente al santo protector de los animales: enclaves donde confluir para participar en el rito. Cada pueblo de la zona ha contado desde tiempo inmemorial con un sitio de referencia para la celebración: Sangonera la Verde junto a la fuente de La Pizorra; el vecindario de El Palmar en La Paloma; los de Santo Ángel, Patiño y Algezares subían al eremitorio de la Luz; las gentes de Beniaján se congregaban en El Bojar; las de Zeneta en La Fuentecica; y las de Sucina en el Barranco del Agua. Parajes todos que se ubican sobre el trazado de la histórica vía pecuaria, reino de animales y rebaños.

La faceta con mayor arraigo popular, la que consiguió perdurar más allá del carácter religioso que pudiera darse al festejo y la que más nos interesa resaltar en estos tiempos de apatía y distancia social, es la que lograba congregar en esos enclaves a familiares y vecinos, desde mayores a jóvenes, dispuestos en grupos dispersos entre las pinadas o encaramados a alguna roca con el simple propósito de compartir viandas y un buen rato de diversión. Se subía a pie hasta el paraje y allí se extendían los manteles y se vaciaban las capazas, de las que generosamente salían todo tipo de alimentos para ser compartidos. Predominaban los primeros embutidos de la reciente matanza como símbolo de ese tributo vernáculo al cerdo, un buen pan y, por supuesto, las sobras de la Pascua: cualquier resto aprovechable, dulce o salado, que hubiera quedado en la alacena tras los días grandes de la Navidad. Tampoco faltaban las botas de vino, que circulaban de corro en corro. Ni la música de los instrumentos de siempre, ni los cantos, ni algún baile improvisado con el que cerrar la jornada antes de bajar al pueblo con las últimas luces de la tarde.

En Beniaján seguimos teniendo una ermita dedicada a San Antón al borde mismo de la cañada; un barrio, El Bojar, que lo festeja jubilosamente como patrón. Y la Asociación de Vecinos está intentando recuperar aquella buena costumbre de subir al monte a compartir una jornada con el vecindario, abriendo y ofreciendo el contenido de nuestros zurrones de pastores en el día de la merendona. Las ganas han ido a más tras este año de privación de toda concentración festiva. Nos hacen más falta que nunca. Y el año que viene, si San Antón quiere, allí nos veremos.


Gabriel Nicolás Vera
Técnico de Interculturalidad y Desarrollo Comunitario
Proyecto PERIFERIA-S (Fundación Cepaim)

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