Paisaje. San Antón, arranque del calendario festivo

Un dicho popular de la Huerta de Murcia anuncia:

“De los santos de enero, San Sebastián es el primero…

¡Detente, varón, que el primero es San Antón!

¡Detente, necio, que el primero es San Fulgencio!»

La disputa es cosa de días, pues el santoral cristiano dedica a San Fulgencio el 16 de enero, a San Antón el 17 y a San Sebastián el 20. Apreturas de calendario concentradas en un refrán que no hace sino manifestar la popularidad que tradicionalmente han tenido los tres en el ciclo festivo de pueblos y ciudades de nuestra región. Fulgencio fue un obispo cartagenero del siglo VI que hoy se venera como patrón de la Diócesis. Antón (o Antonio el Abad), longevo monje iniciador del movimiento eremítico en Egipto allá por el siglo IV, protector de animales y ganaderos. Y Sebastián, un soldado romano martirizado en el siglo III, abogado contra la peste.

En nuestra mirada al paisaje festivo del territorio inmediato a La Estación, dejaremos a un lado las conmemoraciones del patronazgo diocesano, centradas sobre todo en las ciudades de Cartagena y Murcia. También a San Sebastián, al que se celebra desde tiempo inmemorial y en no pocos pueblos, como Ricote o Cehegín, en agradecimiento a su milagrosa intercesión frente a alguna epidemia… ¡quién sabe si andará ahora en lucha divina contra la Covid-19!

Nos queremos detener en San Antón, pues en torno a su fiesta confluyen una serie de manifestaciones que nos remiten a oficios y formas de vida que tuvieron mucha presencia en este territorio durante siglos. Por un lado, la de bendecir a los animales, al igual que los panes o rollos elaborados ex profeso para ser luego repartidos entre la concurrencia; se trata de ceremoniales cristianizados que hunden sus raíces en las lustratio de la Antigua Grecia y Roma, humanizando por un día a las bestias, permitiéndoles el descanso feriado, procesionando y accediendo engalanados a recintos sagrados… hasta dándoles de comer pan bendito. Hoy se bendicen fundamentalmente mascotas, pero a poco que echemos la vista atrás, apenas unas décadas, ¡cómo no se iba a poner bajo protección divina al animal que tiraba del carro y de la economía de una familia! Que se tuviera un buen o un mal año podía depender de que se encontraran sanos y fuertes el pollino o los bueyes con que se araba la tierra; de que fuera generosa la producción de la vaca que se cuidaba en el establo; o de que salieran adelante las piaras que se criaban en muchas de las casas de la huerta. No está de más recordar que la carne de un solo cerdo, del que se aprovecha absolutamente todo, procuraba alimento durante un año a toda una familia y la perdición podía ser completa de caer el animal enfermo.

Relevante es la vinculación de San Antón con el cerdo precisamente, figurando a los pies del santo en su iconografía. Este simpático acompañamiento parece ser un añadido medieval, siguiendo en este caso una tradición con reminiscencias celtas y del norte de Europa; se trata de la costumbre de engordar un gorrino de forma colectiva para repartir luego la carne del animal entre las personas más necesitadas de la comunidad que lo había criado. Esta práctica fue especialmente popularizada por los frailes antonianos, la orden hospitalaria que entre los siglos XI y XVIII, bajo el patronazgo de San Antón, se dedicó al cuidado de enfermos y desfavorecidos. La onomástica del santo se inserta de pleno en el tiempo de las matanzas porcinas, un periodo circunscrito sobre todo a la Navidad pero que arranca ya en noviembre, con aquello de que “a cada cerdo le llega su San Martín”, y se alarga hasta las primeras semanas del año si seguimos atendiendo al refranero, pues “hasta San Antón Pascuas son”. Estamos en unas fechas, por tanto, que suponen el inicio y el fin de un ciclo anual por el que se engorda y se sacrifica al cerdo para alimentarnos de él, exaltando con ello una forma de vida cristiana que tiempo atrás alejaba toda sospecha del dedo inquisidor en aquella España que no toleraba otro tipo de creencia que no fuera la impuesta. La fiesta nos fue abocando, en fin, a la bendición de los animales en general y a la santificación del cerdo en particular… pero también a la muestra pública de que nos lo comemos.

Merendona en Beniaján, año 1927.
Fuente: Taller de Historia de Beniaján

Fiesta de corros, de pastores y de monte

A todos estos componentes faltaría sumar el que condiciona el lugar donde se desarrollan las celebraciones sanantoneras, normalmente de carácter campestre y casi siempre alejadas de núcleos urbanos… quién sabe si por inspiración de la vida anacoreta que llevó el propio monje festejado. En nuestro caso, hemos de hablar de San Antón contemplando la sucesión de montañas que se recortan de este a oeste sobre el cielo brumoso del invierno levantino, de sierra de Escalona hasta Carrascoy, separando el Valle del Segura del Campo de Cartagena. Precisamente en esos montes reposan los vestigios de los primeros pobladores de este rincón del mundo, asentamientos de civilizaciones que se han ido sucediendo a lo largo de cuatro milenios, que fueron habitando esas mismas montañas y trazando algunos de los caminos que hoy seguimos transitando.

Una de esas rutas ancestrales discurre a media ladera y es la que desde el siglo XIII se empezó a regular como parte de una red viaria tan extensa como esencial en la economía del naciente reino castellano: la conformada por las vías pecuarias que utilizaban los pastores para la trashumancia estacional de los ganados. Justo ahí, diluida en un urbanismo asfixiante que no siempre ha tenido en cuenta la protección legal de la que aún hoy gozan estas “autopistas ganaderas” como corredores ecológicos y naturales, faldea uno de esos itinerarios. Durante siglos y hasta el definitivo decaimiento de la actividad en el XIX, por él deambularon rebaños entre la Serranía de Cuenca y la Vega Baja del Segura. Y no solo rebaños: también sus pastores, nómadas propagadores de historias, de acentos y de costumbres.

Nuestra cañada real, llamada de los Valencianos, se amojonó entre exiguos pero estratégicos manantiales, atravesando vaguadas y ramblizos, lugares capaces de ofrecer agua y pasto para los animales… pero también cobijo a los pastores. Todavía se abren las bocas oscuras de algunas de aquellas cuevas que se fueron labrando como refugio en las escarpaduras que la jalonan, aprovechadas después y hasta hace poco menos de 50 años como viviendas por familias humildes que recalaron en ellas. Barriadas como El Palmeral en Sangonera la Verde, San José de la Montaña en El Palmar, Los Almendros en La Alberca o El Bojar en Beniaján, surgieron precisamente para sacar a esas familias de las inmediatas cuevas en las que malvivían.

El caso es que en torno al 17 de enero, siempre fue costumbre entre las gentes de los pueblos encaramados a esta serranía el apoderarse del monte para convertirlo en lugar de encuentro y de fiesta. Sin duda subyace la herencia de una devoción a San Antón recibida del pasado pastoril que transitó por la vía pecuaria. Y a ello ha de sumarse el poder de convocatoria de las ermitas que siempre ha habido en sus inmediaciones, alguna dedicada directamente al santo protector de los animales: enclaves donde confluir para participar en el rito. Cada pueblo de la zona ha contado desde tiempo inmemorial con un sitio de referencia para la celebración: Sangonera la Verde junto a la fuente de La Pizorra; el vecindario de El Palmar en La Paloma; los de Santo Ángel, Patiño y Algezares subían al eremitorio de la Luz; las gentes de Beniaján se congregaban en El Bojar; las de Zeneta en La Fuentecica; y las de Sucina en el Barranco del Agua. Parajes todos que se ubican sobre el trazado de la histórica vía pecuaria, reino de animales y rebaños.

La faceta con mayor arraigo popular, la que consiguió perdurar más allá del carácter religioso que pudiera darse al festejo y la que más nos interesa resaltar en estos tiempos de apatía y distancia social, es la que lograba congregar en esos enclaves a familiares y vecinos, desde mayores a jóvenes, dispuestos en grupos dispersos entre las pinadas o encaramados a alguna roca con el simple propósito de compartir viandas y un buen rato de diversión. Se subía a pie hasta el paraje y allí se extendían los manteles y se vaciaban las capazas, de las que generosamente salían todo tipo de alimentos para ser compartidos. Predominaban los primeros embutidos de la reciente matanza como símbolo de ese tributo vernáculo al cerdo, un buen pan y, por supuesto, las sobras de la Pascua: cualquier resto aprovechable, dulce o salado, que hubiera quedado en la alacena tras los días grandes de la Navidad. Tampoco faltaban las botas de vino, que circulaban de corro en corro. Ni la música de los instrumentos de siempre, ni los cantos, ni algún baile improvisado con el que cerrar la jornada antes de bajar al pueblo con las últimas luces de la tarde.

En Beniaján seguimos teniendo una ermita dedicada a San Antón al borde mismo de la cañada; un barrio, El Bojar, que lo festeja jubilosamente como patrón. Y la Asociación de Vecinos está intentando recuperar aquella buena costumbre de subir al monte a compartir una jornada con el vecindario, abriendo y ofreciendo el contenido de nuestros zurrones de pastores en el día de la merendona. Las ganas han ido a más tras este año de privación de toda concentración festiva. Nos hacen más falta que nunca. Y el año que viene, si San Antón quiere, allí nos veremos.


Gabriel Nicolás Vera
Técnico de Interculturalidad y Desarrollo Comunitario
Proyecto PERIFERIA-S (Fundación Cepaim)

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