El casco antiguo de Beniaján, arremolinado en torno a la iglesia de San Juan Bautista, despliega el trazado de sus calles destilando todavía la esencia de un tiempo no tan lejano en el que la vida bullía a cada paso. La Calle Mayor, su arteria señera, se adentra en la parte con más solera del pueblo y configura, aún hoy, su espacio social por excelencia. Está atestada de coches aparcados, empañando quizá su potencial como lugar de estancia y paseo. Al paso, sobreviven algunos de los comercios tradicionales que antaño se sucedieran como inigualable crisol de servicios en la zona, alternándose ahora con establecimientos regentados por inmigrantes y, en el peor de los casos, con bajos cerrados. El emprendedor local hace tiempo que ve su futuro sólo en las nuevas avenidas, en una diáspora que afecta a la inmensa mayoría de los cascos antiguos.
Llegamos al Atrio, donde se sigue encontrando la gente en un ir y venir de vecinos que hoy todavía genera la farmacia, la carnicería de toda la vida, la caja de ahorros, o correos… y en los últimos años, también el locutorio, el bazar chino, o la carnicería marroquí. Pero sobre todo, si algo ha generado y sigue generando movimiento en la Calle Mayor, es la actividad parroquial.
Tocan las campanas convocando a la Misa de la tarde y vemos como entran unas mujeres al templo. Otras mujeres, éstas con velo, aguardan en una puerta anexa a la de la iglesia; se trata de Cáritas, que se nos presenta como el primer gran punto de encuentro de nuestra ruta: a pesar de ser un organismo católico, en él se da cita gente de cualquier confesión… y de todas las nacionalidades.
También en los salones parroquiales encontramos a un grupo de feligreses en plena faena, en este caso al frente de la restauración del patrimonio religioso local. Sobre la mesa de trabajo, la talla de la Virgen del Rosario, que deberá estar lista en unos días para poder salir en procesión durante las rogativas que cada domingo de octubre, al amanecer, recorren los barrios del pueblo. Nos sorprende gratamente esta actividad y nos da muchas pistas de cómo nos gustaría que se generase actividad en La Estación: una persona con un conocimiento y una motivación busca un espacio en el que poder compartir ambas cosas con otras personas que quieran acercarse. Busca el lugar y cierto apoyo y se crea el grupo que van alimentando semana tras semana entre ellos y ellas. Y así funciona la autogestión, esa palabra que suena tan bonita y tan difícil puede parecer a veces pero que al final no es otra cosa que aquello del “querer es poder”.
San Roque
Cae la tarde y en un rincón del castizo barrio de San Roque, estratégico por la brisa que acompaña su tertulia, un corro de señoras nos recibe con agrado. Son ‘sanroqueras’ de toda la vida y probablemente lleven reuniéndose en este mismo punto todas las tardes desde hace décadas. Algo han oído de lo que se cuece en la Estación, pero no se han acercado a ver lo que hay “de momento”… La salud ya no acompaña, dicen, y aunque se organizaran bailes como los que cada domingo llenan de bote en bote el Hogar del Pensionista, no creen que pudieran asistir. Hablamos luego de inmigración, lo que junto a la vejez parece ser para ellas el otro gran efecto que ha alterado la vida cotidiana del vecindario. “Nosotras ya no somos las que fuimos, ni el barrio tampoco”, nos dicen.
Paseamos y vemos que la mitad de las casas, casi todas antiguas, están cerradas. No hay comercio, y del portón de la carpintería de toda la vida, abierta de par en par, no sale el menor ruido de la sierra. Menuda diferencia con aquellos tiempos que T., otra vecina, nos contaba, cuando el barrio estaba lleno de gente y cada viernes todas las familias se juntaban a comer en la calle trayendo cada cual lo que tenía por casa, y terminaban a las tantas “arreglando el mundo”. Lo que no ha cambiado es la idoneidad de unas calles apenas sin tráfico, precisamente, para servir de punto de encuentro de los vecinos y de lugar de juego para los críos. Pero no hay niños, ¿o tal vez no salen de sus casas?
En mitad del silencio que el paso del tiempo parece haber dejado en herencia a esta parte del pueblo, escuchamos por fin una risa infantil; doblando la esquina, frente a uno de los pocos edificios nuevos que se levantaron en el barrio durante el boom inmobiliario, encontramos a la niña. Mientras la contempla desde el portal, su madre nos cuenta que se ha criado en San Roque, correteando siempre por aquellas calles y los huertos aledaños. Se compró allí su vivienda, cerca de la de sus padres, convencida de las ventajas que tiene vivir y ver crecer a los niños en un lugar tan tranquilo. Le hablamos de la Estación, de la reciente rehabilitación del edificio y del interés de la Fundación por dar voz a los vecinos del pueblo a la hora de programar actividades. No sabía nada… y tampoco se extraña por ello, pues dice que en Beniaján nunca se publicitan lo suficiente los eventos que desarrollan los distintos colectivos: “Hay poco movimiento y, del que hay, no nos enteramos o nos llega tarde la información”, se lamenta. Le gustaría que hubiese más actividades deportivas enfocadas a los jóvenes, y también infantiles, pues ahora mismo está llevando a su hija hasta otro pueblo tras no encontrar ninguna en el suyo. De su charla rescatamos muchas palabras muy interesantes, como esa sentencia en que nos dice que “ante la inmigración, no hay que buscar lo que nos separa, sino lo que nos une”.
Frente a la puerta del emblemático Chamboy, cerrada desde hace ya varios años, nos despedimos de San Roque. La imagen que ofrece hoy el que en otro tiempo fue el más famoso y concurrido ventorrillo de la comarca, bien resume la situación de un barrio que habrá de poner especial interés en sacar brillo a sus virtudes, las muchas que tiene, para afrontar el futuro con optimismo.
Propuestas a pie de calle
En la Calle de Mínguez, tres adolescentes hacen cabriolas con sus bicicletas hasta que uno de ellos, con la curiosidad de quien quiere ver lo que unos desconocidos van apuntando y fotografiando acerca de su barrio, se detiene y llama la atención de sus amigos. Lo entrevistamos y, de entrada, tampoco él conoce de la existencia del nuevo centro La Estación. Probablemente, por su edad, quizá no sepa que Beniaján tuvo alguna vez estación ferroviaria. Sin tapujos, nos desvela su interés por que haya en el pueblo un lugar donde poder cantar y enseñar los palos flamencos, que confiesa dominar con cierto orgullo. Es su propuesta; y al hacerla, nos imaginamos por un segundo la decimonónica estructura de hierro de nuestra estación, como si del mismísimo Mercado de La Unión se tratara, cobijando bajo su nave un cante de las minas… beniajaneras.
P., en la Calle Brazal, manifiesta la necesidad de que Beniaján vuelva a tener su Asociación de Vecinos como ente aglutinador de iniciativas y vía de canalización de las demandas de los habitantes, pues, a su parecer “aquí, lo que falta es ciudadanía”. Como persona comprometida, son muchas las ideas que rondan su cabeza… y más ahora que está jubilado. Nos habla de talleres artesanos que transmitan oficios a los jóvenes, o de espacios dedicados a que los vecinos hablen y debatan. El verbo ‘compartir’ aparece como denominador común en cada una de sus propuestas; compartir incluso los problemas, como el que supuso para la zona la llegada de unos inquilinos que dejaron destrozado el edificio de apartamentos recién rehabilitado en el que estuvieron alquilados un tiempo; “situaciones de ese tipo, aumentan las reticencias y merman la voluntad de los vecinos de toda la vida por relacionarse con quienes vienen de nuevas”.
Encontramos a unos jóvenes musulmanes que afirman sentirse integrados en el pueblo. “Nos saludamos, nos decimos hola y adiós con los vecinos”, apuntan.
No es mucho, pero al menos es un principio.
Aurora y Gabriel